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Por Felipe Restrepo Pombo

 Hasta el martes 4 de agosto, Colombia era uno de los pocos países de la región donde los expresidentes parecían figuras intocables. Sin embargo, esta realidad dio un giro tan dramático como inesperado y llegó un momento que pocos creyeron posible: la Corte Suprema de Justicia, la más alta instancia judicial colombiana, ordenó la detención domiciliaria del expresidente y senador Álvaro Uribe Vélez. Un hombre que apenas unos años atrás tenía los índices de popularidad más altos y era considerado por muchos como el mejor presidente de la República, gracias a su plan de Seguridad Democrática. La caída de Uribe, su paso de héroe nacional a villano, es un espejo de la historia reciente de Colombia.

La decisión, que sacudió al país con fuerza, llegó justo en la semana en que se cumplen dos años de gobierno de Iván Duque. El actual presidente es discípulo político de Uribe, pertenece a su partido y, apenas se anunció la detención, salió en su defensa. En una alocución dijo: “Soy y seré siempre un defensor de la honestidad, de la honorabilidad de Álvaro Uribe Vélez”. Su reacción ha sido muy criticada pues se supone que el poder Ejecutivo debe ser respetuoso de las decisiones del Judicial: la opiniones del presidente pueden ser vistas como una intervención en el proceso.

El momento político de Duque tampoco es el mejor. Su gobierno no ha logrado mayores logros y Colombia está sumida en una crisis económica y social por culpa de la pandemia de COVID-19. El manejo que el presidente le ha dado a esta situación ha sido poco efectivo. La gestión de su vicepresidenta, Marta Lucía Ramírez, es muy cuestionada y su relación con Duque es tensa.

Los líos de Uribe —el jefe político de Duque y Ramírez— con la justicia colombiana se remontan a varias décadas atrás, cuando era gobernador del departamento de Antioquia. Desde entonces se hablaba de la cercanía de Uribe con grupos paramilitares que se formaron para enfrentar a la guerrilla. De hecho, su padre fue asesinado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y algunos, como la columnista María Jimena Duzán, defienden la tesis de que siempre ha buscado una venganza personal.

Durante su segundo período presidencial estalló el primer gran escándalo en su contra: se comprobó que el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), el organismo estatal de inteligencia, espió a los magistrados encargados de investigar la relación entre Uribe y el paramilitarismo. También se comprobó que varios congresistas fueron sobornados para aprobar su proceso de reelección, el cual no existía en Colombia hasta entonces. Finalmente, aparecieron los casos de ejecuciones extrajudiciales, conocidos como “falsos positivos”, instaurados desde 2002 con el objetivo de incrementar fraudulentamente el número de bajas en combate.

Cuando terminó su presidencia, en 2010, y empezó su carrera como senador, Uribe se convirtió en el gran opositor del proceso de paz entre el gobierno y las FARC. Uribe acusó a su sucesor, Juan Manuel Santos, de ser benevolente con los guerrilleros. Criticó, especialmente, la creación de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), un sistema de justicia transicional creado para juzgar los delitos cometidos en el marco del conflicto armado. El expresidente acusó a este tribunal de politizar la justicia y de tener lazos con la izquierda.

Las situación judicial de Uribe se complicó en 2011. Según una investigación de La Silla Vacía, el congresista Iván Cepeda presentó en la Fiscalía la declaración de dos ex paramilitares, Pablo Hernán Sierra y Juan Guillermo Monsalve —ex mayordomo de la finca de Uribe—, en la que afirmaban que el expresidente y su hermano Santiago habían participado en la fundación de las Autodefensas Unidas de Colombia. De inmediato, el expresidente acusó a Cepeda —hijo de Manuel Cepeda, un político asesinado por los paramilitares— de fabricar estos testimonios y pidió una investigación. Ocho años después, la Sala Penal de la Corte Suprema exoneró a Cepeda y anunció, a su vez, una investigación al expresidente por manipular la información.

Desde entonces, el hoy senador se declaró perseguido por las Corte Suprema, la JEP y la Fiscalía. La revista Semana reveló una llamada interceptada con unos de sus colaboradores en la que dijo: “Esta llamada la están escuchando esos hijueputas”. En 2018, se inició una investigación formal en su contra. Se supo que Diego Cadena, el abogado de Uribe, había presionado y sobornado a varios testigos que tenían pruebas contra el expresidente. El periodista Daniel Coronell ha documentado minuciosamente las acciones de Cadena y, en su columna de esta semana, presentó pruebas irrefutables de la manipulación de testigos y el fraude procesal.

La contundencia de las evidencias es tal que la corte decidió emitir una orden de arresto domiciliario en contra de Uribe. Esta es una medida preventiva para que el expresidente no huya del país ni intente obstruir la investigación. Mientras tanto, el proceso sigue su curso y la corte debe evaluar si hay aún más pruebas para llegar hasta una sentencia: Uribe no está protegido por el fuero presidencial pero sí por el de congresista. Cepeda, su gran opositor, dijo: “Es un momento importante en un proceso que empezó hace ocho años. Se han presentado todo tipo de pruebas en su contra pero se le deben seguir garantizando sus derechos”. Uribe está recluido en su inmensa hacienda, fuertemente protegido por su equipo de seguridad, y solo dijo que sentía una profunda tristeza por su esposa, familia y los colombianos que todavía lo respaldan.

Sus defensores dicen que es un exabrupto que esté detenido mientras que los antiguos líderes de las FARC no han pagado un solo día de cárcel. El argumento es absurdo pues los guerrilleros sí se sometieron a un proceso legal a través de la JEP, mientras que Uribe debe enfrentarse a la justicia ordinaria pues no fue un actor del conflicto armado.

Más allá de esta discusión y de los amores y odios que genera Uribe, su detención es histórica. La medida de aseguramiento es una respuesta a sus vínculos, voluntarios y desde hace décadas, con situaciones sospechosas por todo tipo de hechos fuera de la ley. Que la Corte Suprema haya tomado la decisión de actuar en contra de, tal vez, el hombre más poderoso de Colombia, marca un precedente en un país donde la impunidad parecía ser la regla.